miércoles, 24 de octubre de 2012

AQUELLA FERIA DEL 89


Era la feria del 89 y yo contaba con 15 añitos. La de los 15 años es una feria importante para todo el mundo, ya que es, sin duda, la feria de los cambios: de bermudas a pantalones vaqueros, de pistolita de agua a los periquitos de la botella loca, del pesicola con tus padres a la cerveza en macetas, etc. Es una feria trascendental para todo el mundo, pero para mí esta feria fue, sobre todas estas cosas, la feria en que la conocí a ella.

Yo venía cruzando los caños a la altura del casino. Cargaba en una mano un papelón de chocos y adobos y en la otra un cartucho de gambas y patas rusas. Mi padre y el resto de mi familia esperaba en el casino pidiendo las jarras de cerveza y alguna que otra tapa para disimular mientras llegaba yo con el grueso del almuerzo.

El casino de los topos es, para los lectores ajenos a la cultura bollullera, el café Gijón de Bollullos, un punto de encuentro de los intelectuales y lugar de sus tertulias literarias por la noche. Mi padre era asiduo a este tipo de debates, aunque el siempre derivaba las conversaciones a temas relacionados con la macroeconomía y neoliberalismo con el fin de exponer sus ideas sobre la solución a la crisis internacional del momento, basadas en que la Casa de Moneda y Timbre se dedique por un tiempo solo a lo de las monedas, y deje las bicicletas sin timbre durante los tiempos de crisis y así habría muchas más monedas para todos. Estos retales del casino y mi padre son vitales para entender la coyuntura en que la conocí.

Como decía, cruzaba los caños en dirección al casino y me encuentro a mi amigo Félix, que era el tío más raro de mi clase. Mi amigo Vicente siempre me decía -Manolo, ¿te has fijado que todos los locos, los tontos y los colgaos se juntan siempre con nosotros?. Ante aquel hecho probado solo cabían dos posibles respuestas, la primera hipótesis no muy halagüeña era que estos nos consideraban uno de ellos y la segunda todavía mas preocupante, es que no solo es que nos consideren uno de ellos sino que efectivamente fuésemos uno de ellos.

Pues allí estaba Félix “el loco” con la cosa mas bonita que yo había visto nunca, intentando presentarme a su prima Steffi que había llegado de Alemania. Steffi extendió la mano para saludarme, en ese momento tuve una indecisión trascendental: darle la mano llena de aceite de los chocos o la mano oliendo a marisco del agua que chorreaba las gambas, así que me acerqué mejor a darle dos besos, cuando los gritos de mi padre desde la baranda del casino me sacaron de este placentero momento. Mi familia había empezado a impacientarse y me gritaba, - niño trae pacá los chocos, so bilano. Yo no quería que nada perturbase aquel encuentro espiritual con mi damisela, así que intentaba disimular ante los gritos e insultos de mi padre que seguía: –Como vaya pallá te voy a dar un majazo que te vas a tragar la pesicola sin quitarle el biscochito, so bilano acarmao.

Félix viendo la situación y haciendo uso de su apodo “el loco” decidió ayudar, a su manera, e hizo una de las suyas, que a la postre contribuiría muy poco a apaciguar los ánimos de mi padre. Me quitó el cartucho de chocos y lo tiró con rabia contra el suelo y empezó a bailar sobre ellos un extraño rito zulú, saltando y pisoteando el cartucho en el suelo, a la vez que miraba desafiante a mi padre amenazando con hacer lo mismo con el cartucho de gambas que portaba en la mano.

Al rato, Félix se despidió de mí con un fuerte abrazo, ya que ambos comprendimos, sin decir palabra alguna, que tardaríamos mucho mucho tiempo en volver a vernos. 

Conseguí el indulto de mi padre por buena conducta dos días después, y fui a encontrarme con mis amigos que habían quedado en una tasca. Al verme parecían haber visto un fantasma, me toqueteaban y pellizcaba, incluso me contaban los dedos y los miembros a ver si me faltaba alguno. 

Allí en una esquina pegada a la barra estaba ella. Sentí que era mi momento, que había llegado el día para el que había estado predestinado toda mi vida y a raíz del cual giraría toda mi existencia posterior. Así que con esa confianza me aproximé a la barra a pedir una jarra de rebujito, como si fuese el chulito de mi calle con gafas de sol nuevas. Para llegar a la barra tuve que meterme entre dos caballistas borrachos y sus caballos. Cuando me giro con la jarra de rebujito en la mano, escuché el relincho fuerte de uno de los caballos que alzaba su cabeza mientras relinchaba, miré atrás para ver que sucedía y un trozo enorme de baba del caballo me cayó entre la cara y la cabeza, sentí como se me humedeció todo el lado derecho de la cara, ocupándome desde la cabeza hasta el ojo y la oreja. Yo no sabía muy bien que ocurría puesto que no podía abrir el ojo derecho, pero pude intuir que lo que pasaba no me ayudaría mucho para conquistarla, así que me giré hacia ella como si nada estuviese pasando y le pregunté -¿quieres rebujito?, Presencié su cara de asco con el ojo bueno y con la oreja que me quedaba también el ruido de fondo de las risas de todo el que estaba allí. Pero yo seguí como si nada estuviese pasando y les dije a mis amigos- Que hacemos nos vamos a comer algo a otra caseta o pedimos otra jarra aquí y proseguí -bueno pues me estoy acordando que me he dejado el tostador encendido y salí pitando, no corriendo pero sí andando ligerito por los caños abajo.

Al día siguiente quedamos en los coches topes, dada la suerte que estaba teniendo aquello era como meterse en la boca del lobo, pero allí estaba yo dispuesto a desafiar a mi suerte.

Mi amigo Félix se las apañó para que Steffi se montara conmigo en el mismo coche, y allí íbamos paseando hasta que al darle un golpecillo inocente a un pequeñajo veo caer de la parte de arriba del coche un alambrito, cayendo este sobre mis piernas. Efectivamente se trataba del alambre que echa chispas y que une el palo largo con el techo y el lector mas avispado habrá deducido ya: Que sin el alambrito el coche no anda. Un coche loco todo el mundo lo sabe consta de coche, palo y alambrito y para el correcto funcionamiento del mismo son imprescindibles las tres partes. 

Me quedé en medio de la pista a merced de todos los salvajes que no paraban de darme golpes. Yo intenté subir por el palo con el alambrito en la boca para intentar ponerlo, pero siempre fui muy malo en la cucaña, y con los golpes no podía subir ni medio metro, así que lo tiraba para arriba intentando que por casualidad se quedaba enganchado en el palo pero era imposible.

Intenté empujar el coche hacia una esquina para bajarme, me coloqué en el coche con un pie fuera y otro dentro, empujándolo como si fuese un monopatín, pero el pequeñajo al que golpee inocentemente antes me pilló el tobillo con su coche a mala idea, haciéndome un desjince que todavía me duele cuando escucho Camela, y cada vez que intentaba bajar tres o cuatro salvajes venían a por mí como locos, así que permanecí allí dentro del coche como si nada pasase e intentando mantener una conversación con la dulce Steffi.

Cuando todo hubo terminado, fui cojeando hasta mi casa, donde mi madre, mientras me echaba trombocí en el tobillo, no paraba de repetirme que para que coño me montaba yo en los coches topes, y allí permanecí con el pie en alto hasta el día siguiente.

Se trataba del último día de feria por la noche, yo permanecía distraído pensando en los acontecimientos pasados cuando llegó Steffi, que venía del puesto de la pastelería. - hola Manolo, me dijo a la vez que me esparcía un merengue por la cara. Esta vez si que me dejó descolocado, casi no me acordaba de aquella tradición absurda del último día de feria de tirar merengues a la gente y no estaba dispuesto a seguir, ni un minuto más, siendo el bufón de la feria y ni el payaso de los caños. Así que, sin decir palabra alguna, volví a coger por cuarta y última vez los caños abajo, sin pensar en nada, solo deambulaba como un zombi camino de mi casa, allí permanecí sentado en el umbral de la puerta durante tres horas, hasta que llegaron mis padres, no les dije nada subí y me acosté sin ni siquiera quitarme el merengue de la cara, cosa que mi madre me recordaría durante los próximos cinco meses, pero me daba igual yo solo sonreía por que aquella feria había terminado por fin y por lo menos seguía vivo.

Era octubre del 89, aproximadamente un mes después de aquella fatídica feria, cuando recibo una carta con remite de wrodengurburing- Alemanía. Muy extrañado la abro y comencé a leer:

Steffi, me pedía perdón por haberme lanzado el merengue. Decía que todo fue cosa de su primo Félix. Además, comentaba que quería ser mi amiga y cartearse conmigo para conocerme, me suplicó que le respondiera a su carta y le contara cosas mías.

Pues bien Querida Steffi, solo han pasado 20 años de aquello, y hoy por fin he podido superar la vergüenza de aquella feria y ahora sí en este escrito tienes tu carta de respuesta.

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